jueves, 18 de diciembre de 2008

Costa brava y Dorada en auto-stop (Girona-Barcelona) Julio/79

Mi primer viaje en auto stop
(1979)
(30 días de recorrido): bastante de la costa Brava, algo de la costa Dorada, algo de la costa del Azahar y también de la costa de Almería. Además de Barcelona, Tarragona y Figueras.
Y todo esto con muy, pero que muy poco dinero.


Zona de la Costa Brava


El siguiente texto corresponde a unos de los capítulos del libro "Y sucedió viajando"que escribí en febrero del año 2015 y que lo titulé 
"Mi primer viaje en auto stop (1979)"

Recién llegados de Londres, planeé un viaje de un mes de duración con mis amigos Gregorio y Carlos. Yo por aquel entonces tenía solo diecinueve añitos, pero estaba claro que mi afán por la aventura la tenía muy latente. Así que tras reunirme con ellos, y darle vueltas a la ruta, al final nos quedamos en que  recorreríamos la costa Brava de Girona, y después tiraríamos hacia el sur recorriendo la costa Mediterránea hasta donde nos diera de sí.  

Echamos en nuestras maltrechas carteras solo diez mil pesetas de aquella época (unos sesenta euros de hoy). Estaba claro que era muy poco dinero, pero eso daba igual, nuestro plan era: pernoctar en saco de dormir, viajar en auto stop, comer bocatas y hacernos la comida con el camping gas que llevábamos, pedir dinero cuando no tuviésemos, vender baratijas en mercadillos hippies. Todo eso eran los ingredientes perfectos para prever que sería un viaje de grandes experiencias.

Dicho y hecho, era el mes de Julio cuando partimos hacia Barcelona en aquellos autobuses piratas de la época y que resultaban muy económicos. Nuestras mochilas iban cargadas con todo lo necesario: poca ropa, muchos embutidos, un pequeño botiquín, y sobre todo mucha ilusión y ganas de descubrir el mundo. Los tres vestíamos con ropa hippie de la época, pelo largo y cinta en el pelo. Yo acarreaba una pequeña cámara de fotos en uno de los bolsillos de mi  mochila roja. En el otro bolsillo me asomaba un mapa de carreteras que siempre miraba, estudiaba  y que nunca me cansaba de ojear cuando estaba en casa. Y como no, en el interior de la mochila un radio casete con varias cintas del Tubular Bells de Mike Oldfield. 

Las pocas fotos que tengo de aquel viaje, y que lógicamente carecen de calidad y las tengo en papel.




Ya en Barcelona, nuestro plan inicial de ruta por la Costa brava sería: LLoret de Mar, Roses, Llança, Port de la Selva, Cadaqués, Figueras y Port Bou (haciendo frontera con Francia). Y después hacia el sur siguiendo por la costa, y sin destinos prefijados, iríamos improvisando según necesidades. Y que al final resultaría ser: Sitges (en Barcelona), Pineda de Salou (en Tarragona), Peñíscola (en Castellón) y las playas de San José (en Almería). Fueron treinta días de viaje, e incluso con algunas pesetas de vuelta. Fue un viaje rico en vivencias, y sin lugar a dudas me creó una sólida  base para viajes posteriores.

Desde Barcelona cogeríamos un autobús que nos llevaría hasta LLoret de Mar, y a partir de ahí empezaría nuestro periplo por toda la costa. Serían las doce del mediodía cuando llegamos  a este enorme antro turístico. Había muchos extranjeros, sobre todo alemanes, franceses y holandeses. Nosotros, tres sevillanos desaliñados parecíamos no encajar en aquel enjambre turístico. Nos dirigimos hacia la playa, y empezamos a andar hasta encontrar una zona tranquila y sin mucha gente. Dimos con una pequeña playa flanqueada por un par de pequeños riscos. Ese sería nuestro lugar para pasar un par de días. Abrimos nuestras mochilas y sacamos todos los avíos necesarios para preparar una exquisita comida: sopa de sobre, unos espaguetis, unas salchichas y todo esto aderezado con un simple tomate frito de bote. En medio de aquella calita, cogimos nuestro camping gas y a calentar la comida. Algún guiri que pasaba junto a nosotros nos miraba con cara de asombro y creo que en voz baja decía “vaya pinta que tienen esos tres hippies”. Una vez hecha nuestra sagrada digestión, nos despelotamos y a zambullirnos en el agua durante un buen rato. De vez en cuando salíamos para tostarnos al sol, y a los pocos minutos de nuevo al mar. Con los últimos rayos de sol apagándose en el horizonte, encendimos una pequeña fogata, abrimos nuestros sacos, y Carlos de forma sorprendente nos dio para beber de una pequeña petaca un sabroso licor, que dicho sea de paso, no sabíamos que era, pero que nos entró bien.  Con un cielo estrellado, y con el sonido de las olas del mar nos metimos en nuestros sacos y nos echamos a dormir.

Por la mañana, el graznido de las gaviotas revoloteando sobre nuestras cabezas nos hizo despertar. Algún que otro pescador se dirigía hacia nosotros y en un catalán castellanizado nos daba los buenos días. Aunque con las pintas que llevábamos más de uno hubiera salido corriendo.  Después de estirarnos y desperezarnos un rato salimos del saco y encendimos el camping gas para servirnos nuestro bien merecido desayuno. Nos aseamos en el mar, recogimos los bártulos y con las mochilas cargadas nos fuimos a recorrer LLoret. La playa principal ya se estaba llenando de gente, con lo que nosotros aprovechamos para callejear un poco y contemplar los muchos garitos y discotecas que había por la zona. Estaba claro que nosotros no seríamos clientes de aquellos embellecidos lugares, parecía ser el destino de ligones de playa, y nosotros, francamente con esas pintas, poco o nada íbamos a ligar.

El día fue pasando y entre sentada y sentada de aquellos  colgados del sur, la noche de nuevo cayó, y como era de esperar, nuestras camas nos estaban esperando en el mismo lugar que la noche anterior. 

Al día siguiente salimos a la carretera y nos pusimos a hacer auto stop con dirección a Roses. Después de casi una hora sin que nadie nos cogiese decidimos separarnos, ya que pensábamos que haciéndolo de forma individual tendríamos más oportunidades. Pero claro ¿Cómo quedábamos?, ¿dónde nos veíamos? Por aquel entonces eso de los móviles no estaba ni en periodo de estudio. Se me ocurrió una idea, y pensaba que sería factible.
-Como no conocemos nada de nuestro siguiente destino, lo que si hay siempre es un cuartel de la Guardia Civil, por lo que allí quedaremos- dije yo.
-¿Y a qué hora quedamos?- contestaron al unísono Carlos y Gregorio.
-Ya está-, pensé yo.
Como no sabíamos a qué hora llegaría cada uno y lo que tardaría en llegar.
-Quedaremos en las horas impares, de ese modo tendremos un poco de libertad, y no tendremos que estar como estatuas petrificadas en el cuartelillo-, les contesté.

Perfecto pues allá vamos. Yo después de quince minutos de colocar el dedo me cogieron  un matrimonio de Barcelona. Eran jóvenes, y dos grandes viajeros. De hecho el había viajado bastante en auto stop, y por eso me paró. Iban para Girona, con lo que me dejaron allí. Me recomendó un buen sitio donde me podrían parar fácilmente. Hasta allí me llevo. Efectivamente, a los diez minutos me pararon de nuevo, en esa ocasión tres jóvenes de Castellón que iban a pasar varios días de vacaciones a Roses. Uno de ellos me comentó que si me importaba que se liara un canuto, a lo que yo le dije que no. A los pocos minutos el coche parecía ir mareado de tan intenso olor. Menos mal que ya estábamos cerca de Roses, francamente, me preocupaba aquella fumada.

Me dirigí hacia el cuartelillo, y después de un buen rato fueron apareciendo mis dos compañeros de viaje. Ya los tres juntos nos dirigimos hacia la costa y empezamos a andar y andar hasta que dimos con una pequeña cala. Dejamos todo nuestro equipaje y nos metimos en el mar.
-¡Ay, ay!- exclamó con un fuerte grito Carlos.
-¿Qué te pasa Carlos?-, rápidamente le contestamos los dos.
-Me he clavado un erizo de mar en la planta del pie.
Cuando nos dimos cuenta, las rocas por las que habíamos entrado al agua estaban llenas de negros y hermosos erizos  de mar. Con mucho cuidado cogimos a Carlos y lo sacamos hacia afuera. Saqué de mi mochila el botiquín, y de dentro unas pinzas. La planta de su pie estaba con algunas púas clavadas. Poco a poco y con algún grito de vez en cuando se las pude quitar.

Corría una pequeña brisa. Encendimos una pequeña hoguera y empezamos a comer. Cada cual fue contando las aventuras vividas en ese día de auto stop. La jornada fue larga así que nos echamos a dormir. A eso de las dos de la madrugada, una linterna nos estaba alumbrando, a la misma vez que una metralleta nos apuntaba de forma amenazante. Era una pareja de guardias civiles, nos pidió la documentación, y nos preguntó que hacíamos allí. Desde hacía varios días estaban robando por la zona, y claro, nosotros tendríamos pinta de “chorizos”. Uno de ellos era de Jerez de la Frontera, con lo que al poco tiempo ya estábamos hablando de Andalucía, y la conversación se fue extendiendo de forma amigable entre los cinco trasnochadores. Se despidieron de nosotros y a seguir durmiendo.

El día siguiente lo pasaríamos entero en Roses, visitándolo y de playa en playa. Poco a poco nos íbamos tostando de tanto sol. Por la noche a la misma cala a dormir, y al día siguiente a la carretera con dirección a  Cadaqués. Pusimos el dedo y tuvimos suerte, nos paró una pequeña furgoneta, que nos dejaría en el cruce de Port de la Selva. Desde allí solo había diez kilómetros hasta Cadaqués, con lo que decidimos ir andando. Menos mal que era cuesta abajo, porque las mochilas iban cargadas con bastante peso.

Ya en el pueblo del pintor Salvador Dalí, recorrimos sus callejuelas y disfrutamos de unas cervezas junto a un grupo de franceses, que al igual que nosotros estaban recorriendo la Costa Brava. Eran de París, tres chicos y dos chicas. Chapurreaban un poco de español, con lo que entre cerveza y cerveza no dejábamos de charlar. Iban para Barcelona, pero querían hacer varias paradas por la costa. Al igual que nosotros, iban durmiendo en saco y preferentemente en las playas, solo que ellos llevaban coche. Avanzada ya la tarde nos fuimos todos  a buscar un alojamiento gratis y con vistas al mar. Andando por la playa llegamos a una zona de arboleda y que estaba junto a la misma costa. Allí decidimos colocar nuestro campamento. Buscamos un poco de leña e hicimos una fogata. Tumbados todos alrededor del fuego, uno de los franceses sacó de su mochila una botella de whisky, otro unos canutos, y nosotros la música de Mike oldfield. Una de las chicas, rubia con ojos azules, y con no mucho más de veinte años sacó de su bolso una pequeña flauta, y la otra  de nombre Marí  empezó a cantar con una dulce voz. Aquello parecía una comuna de ocho hippies desmelenados.

Las horas pasaban, y ya de madrugada más de uno iba cargado de tanto alcohol y no menos fumarada. De repente, Marí empezó a desabrocharse una ligera camisa de color blanco, después una pequeña falda de color azul, y poco a poco se quitó toda la ropa, a continuación la amiga hizo lo mismo, y ambas se dirigieron al mar. Uno de los franceses ya se había quedado dormido, pero los otros dos  reprodujeron la escena de sus dos compañeras y juntos se fueron al agua. Los alaridos en la lejanía se mezclaban con los gemidos de placer, y así durante un buen rato. Nosotros ya casi dormidos escuchamos un grito de socorro (en francés). Era Marí que se estaba ahogando (o eso es lo que nosotros pensábamos). Gregorio se había quedado cuajado  de tanto alcohol con lo que no se enteraba de nada, así que Carlos y yo pegamos un salto y nos dirigimos al mar para auxiliarla. Cuando llegamos a la orilla vimos a los cuatro allí tumbados, con el agua acariciando sus rodillas, y en una mezcla de cuerpos, ellos se besuqueaban y se acariciaban los unos con los otros, sin casi distinguir quienes eran cada uno. Estaba claro que aquel grito que habíamos escuchado no era de auxilio, sino todo lo contrario era un grito de placer.

Ya avanzada la madrugada por fin nos pudimos dormir. Por la mañana, más de uno resacoso, poco a poco nos fuimos levantando. Pusimos a calentar un poco de café, y con unas galletas desayunamos. Las miradas de Marí y de su compañera estaban un poco perdidas, nos intentaban esquivar, quizás no se sentían bien por lo sucedido en la noche anterior. Fue demasiado alcohol lo que más de uno bebió, y además unido a otros placeres, el resultado fue evidente.
Carlos, Gregorio y yo escondimos nuestras mochilas entre unos matorrales, y todos juntos nos fuimos hacia Cadaques. Los franceses ya partirían hacia otro destino, cogieron su coche, y nos despedimos de ellos, sin antes decirles:
-Cuidado con el alcohol, que trae malas consecuencias nocturnas
Ellos sonrieron, y con un fuerte abrazo nos dijimos ¡hasta pronto!
En Cadaqués, paseando por sus calles, le contamos a Gregorio todo lo sucedido en la noche anterior. Él tampoco quedó excesivamente sorprendido por aquella historia, ya que él, siendo el más hippie de todos nosotros nos contó una experiencia similar y que vivió en primera persona un año atrás con unos alemanes en la costa italiana. Debo de decir que Gregorio era el mayor de todos nosotros, tenía 24 años, y ya llevaba rodado bastante por el mundo. Paseamos por el coqueto puerto e incluso tuvimos suerte, ya que se acercó un señor del pueblo, dueño de una barquita y se ofreció a darnos una vuelta bordeando la costa, por unas pocas pesetas. Era extraño que nos lo hubiera ofrecido, ya que con las pintas que llevábamos, creo que daríamos hasta miedo. Después lo entendimos. Su hijo, también desaliñado, algo hippie y aventurero, estaba viajando por Europa y ya llevaba varias semanas.

Ya por la tarde compramos algo de comida y nos dirigimos hacia nuestro  campamento. Por el camino íbamos pensando: ¿seguirán las mochilas allí? Suerte, estaban intactas. Encendimos nuestro camping gas, y en esa ocasión tocó comer un arroz a la cubana con un par de huevos fritos. Era la hora de soñar, estábamos cansados, así que abrimos nuestros sacos, y con la música de Mike oldfield nos quedamos dormido.

Nuestro siguiente destino era LLança, pero al ponernos en la carretera y después de algo más de media hora haciendo auto stop, nos paró un coche que se dirigía al Port de la Selva. De este modo aprovecharíamos para visitarlo, y darnos un chapuzón en su pequeña playa. Por la tarde nos fuimos hacia LLança. Después de un rato de poner el dedo y no parar nadie, decidimos andar los ocho kilómetros que los separaba. Llegamos ya de noche, así que lo que hicimos fue ir directamente para una playa y allí dormir. No había arena, solo unos chinarros y unas pequeñas piedras en forma de bola. Aquello no resultaba nada de cómodo, pero era tarde y de noche, no pudimos buscar otro sitio, así que como pudimos y entre vueltas y vueltas nos echamos a dormir.

Por la mañana nuestros cuerpos estaban reventados y parecían estar agujereados de tantos guijarros. La cara con alguna telarañas, algún que otro picazón en el brazo, un pie hinchado de una torcedura del día anterior. En fin, entre los tres sumábamos un buen número de descosidos. Nos levantamos, nos miramos y sin pensarlo dos veces nos quitamos la ropa y nos fuimos al mar. Tras un largo chapuzón, un buen desayuno contemplando el romper de las olas del mar. Recogimos nuestras mochilas y nos dirigimos al centro de LLança.

Paseando por el pequeño paseo marítimo, una pareja de policías nos paró, pidiéndonos la documentación. Empezaron a preguntar: ¿Qué hacéis por aquí? ¿Dónde estáis durmiendo? ¿De dónde sois?  Mientras uno seguía interrogando, el otro policía se retiró algunos metros llevándose nuestros carnets de identidad. Estaba dando nuestros datos a la jefatura central por si éramos sospechosos de algo. Estaba todo en regla, nos entregó nuestra documentación. Incluso aún así nos hizo abrir las mochilas y sacar todo su contenido. Esparcida por el suelo la ropa sucia, enseres de comida, botiquín y otras tantas cosas que llevábamos dentro. La gente que por allí pasaba nos miraba como delincuentes, traficantes, ladrones o algo similar. No encontraron nada en las mochilas, no podían encontrar nada raro. Éramos tres hippies del sur, desaliñados, desmelenados pero legales y no teníamos nada que ocultar. Nos hicieron recoger todo y sin problemas nos dejaron marchar.

Era ya la hora del mediodía y el hambre asechaba nuestros  estómagos  vacíos. Ese día íbamos a hacer una excepción y comeríamos en un pequeño bar restaurante. Un menú barato que calentaría nuestros cuerpos. Un sosegado café sentado en la terraza de un bar tomando el sol, y aprovechando para escribir algunas de las odiseas de tan aventurado viaje. Cerca de nosotros una pareja de un chico y una chica, ambos de poco más de veinte años. Nos empezaron a hablar y a preguntarnos de donde éramos. Cosa bastante evidente por nuestro acento. Al poco tiempo estábamos inmersos en una conversación viajera. Ellos eran de Barcelona, y en ese momento iban de viaje por Europa. Todos los veranos salían fuera a recorrer países. Montse, que así se llamaba ella, nos contaba las historias vividas en  muchos rincones del viejo continente. Yo estaba ensimismado escuchándola, y en voz baja yo me decía: ¿seré capaz  de recorrer todos estos países algún día?

Después de casi tres horas de charla nos despedimos de ellos y nosotros nos fuimos a la playa a remojarnos un rato. Con el sol escondiéndose en el horizonte, empezaríamos a buscar un buen sitio para pernoctar, algo más liso, más cómodo que el día anterior. Ubicados en los arenales de una pequeña playa, allí los tres solos y con la noche caída pusimos nuestros sacos, y nos echamos a dormir tras un rato de charla y algo de comer.

A la mañana siguiente nos pusimos por separado a hacer auto stop. Nuestro siguiente destino sería la pequeña localidad de Por Bou, haciendo frontera con Francia. Yo tuve suerte, rápidamente me cogió un camionero que iba al país vecino. Eran solo unos veinte kilómetros los que había de distancia. Ya casi al mediodía nos reunimos de nuevo los tres.  

En esta pequeña localidad fronteriza se respiraba un ambiente cosmopolita. Eran muchos los extranjeros que se veían por las calles, sobre todo franceses, y bastantes de ellos, al igual que nosotros con la mochila a cuestas. Sin darnos cuenta habíamos contactado con una comuna de hippies: alemanes, holandeses, franceses, algún inglés, e incluso una chica de Suecia. Seríamos unos quince en total. Algo más de la mitad eran hombres y el resto mujeres. Poco a poco nos incorporamos al grupo. Casi todos eran rubios, altos, con pelo largo y entrenzado, algunos con pendientes, otros con coleta. Las chicas todas con ojos azules, algunas de ellas guapísimas. Nosotros éramos los más bajitos, pelo castaño y los únicos latinos. Como dato curioso, uno de los chavales llevaba junto a su mochila una gran escoba, ancha y larga. Cada vez que nos movíamos y pegábamos una nueva sentada, él se encargaba de barrer y limpiar nuestros aposentos. Ya por la tarde nos fuimos todos a una cala cercana a la playa de Port Bou. Cuando llegamos estaba plagado de otros tantos viajeros, que al igual que nosotros se quedarían allí a dormir. Cada uno fue cogiendo un hueco en la arena, y poco a poco la cala quedo inundada de huéspedes. Se fueron haciendo grupos, y cada uno con una fogata encendida. Algunos tocaban la guitarra, otros la flauta, algunos bailaban, otros cantaban. Esa cala se había convertido en una verdadera comuna improvisada. El olor a yerba se olía a cada palmo y las botellas de alcohol no paraban de pasar de un sitio a otro. Ya bien entrada la madrugada la gente fue cayendo uno tras otro.

Por la mañana, recuerdo que me levanté pronto. Cuando miré a mí alrededor, vi decenas de sacos de dormir repartidos por toda la cala. A los diez minutos una pareja de la Guardia Civil se acercó al lugar donde nos encontrábamos. Según avanzaban por la cala iban despertando a todos los dormilones, estos al ver a la pareja uniformados se incorporaban, pero cuando los guardias civiles seguían andado de nuevo se volvían a acostar. Nos estaban echando de esa cala, ya que los bañistas poco a poco irían llegando.

Tengo la imagen grabada de aquella escena en la que los guardias civiles nos despertaron a todos y cuando llegaron al final de la cala y se dieron la vuelta; ¡sorpresa!, todos los hippies de nuevo estaban acostados.
Pasaríamos todo el día en Port Bou, entre playas y centro, entre charlas y risas, algunos momentos en grupo y otros solos. Incluso tuvimos la tentación de pasar al país vecino. Pero con el poco dinero que llevábamos, no nos atrevimos.

Con dirección hacia el sur, nuestro destino para el día siguiente sería Figueres. Queríamos visitar el museo Dalí. En esa ocasión cogeríamos un autobús que nos llevaría directamente hacia esa ciudad. Una vez en la pinacoteca pudimos disfrutar de las maravillosas obras de arte de tan genial artista. Pasaríamos todo el día en la ciudad. Y para dormir esa noche un lujo, nos fuimos a una pensión muy barata ubicada en el mismo centro. Una pequeña habitación con tres camas, y un baño a compartir en medio del pasillo. El lugar era bastante cutre, pero para nosotros era todo un lujo. Por fin nos íbamos a duchar con agua ¿caliente? Cuando se metió Carlos, que fue el primero, y pegó el grito:
-¡Joder!, no hay agua caliente, avisad a recepción.
Baje rápidamente y hablé con el muchacho. Le expliqué lo que pasaba, y él en un catalán cerrado me dijo que si queríamos agua caliente tendríamos que pagarla aparte. Pensé yo, ni que estuviéramos en Cataluña. Subí para arriba, me dirigí al baño y en un andaluz con acento catalán le dije:
-Carlos, ¿Qué prefieres? Agua caliente y dos días sin comer, o un baño frío y las mochilas cargada de comida.
El me entendió fácilmente, y en un andaluz irónico me contesto.
-¡Menuda mariscada nos vamos a pegar mañana!
Ya con los cuerpos entrecortados de tanto frío, nos pusimos ¿guapos? Y por la noche nos fuimos a conocer Figueres la nuit. ¿Ligaríamos algo?, posiblemente un resfriado.

Para el día siguiente nos íbamos a Sitges, a unos treinta kilómetros al sur de Barcelona. Sería un día largo y muchos kilómetros por recorrer. Así que de nuevo nos separaríamos hasta vernos en la puerta del cuartelillo de Sitges, como ya hicimos en otras ocasiones. Cada uno se tendría que buscar la vida: ir en auto stop, coger el autobús, el tren…

Yo cogí un autobús que me llevo a la salida de Figueres con dirección Barcelona. Una vez allí me puse en la carretera junto a una gasolinera, y a poner el dedo. Quince minutos, media hora, una hora y media, ya estaba desesperado, no paraba nadie. Por fin, al poco me paró un coche alemán. ¡Sorpresa!, Carlos iba dentro del vehículo. Eran dos muchachos de Múnich y se dirigían a Valencia, con lo que nos dejarían directamente en Sitges. Una vez allí nos dirigimos hacia el cuartelillo, Gregorio no estaba. Como todavía quedaba bastante para la hora impar nos dimos una vuelta por el pueblo. Regresamos de nuevo al cuartelillo y Gregorio seguía sin estar allí. Ya habían pasado demasiadas horas, y algo raro podía haber sucedido. De nuevo otra vuelta por Sitges y a la siguiente hora impar de nuevo allí. Por fin estaba Gregorio.
-Que ha pasado, ¿Por qué has tardado tanto?
-¡Uf!, vaya historia, me colé en el tren hasta Barcelona, y el revisor me pilló, me dijo que tenía que pagar el billete, yo le contesté que no tenía dinero, así que me hizo bajar en la siguiente estación. Después tuve que andar un buen rato hasta dar con la carretera que iba a Barcelona. Una vez allí me paró un coche pero solo me llevó hasta Premia de Mar. Por fin se apareció el ángel de la guarda y paró un coche que iba para Castellón… y aquí estoy.

Era por la tarde ya avanzada y en Sitges se respiraba bastante ambiente de playa, así que teniendo en cuenta el día tan duro que habíamos tenido, decidimos buscar algo muy barato para dormir. Preguntando y preguntando por el pueblo, una señora nos dijo que conocía a otra vecina que nos podía alojar. Nos dirigimos a su casa, esas casas antiguas de vecinos. Tenía una habitación para compartir los tres: una cama de matrimonio y otra pequeña. La señora era una anciana de ya bastantes años, cobraba muy pocas pesetas por acoger en su casa, y más nosotros que solo ocuparíamos una habitación. Vestía de negro, por el luto de su marido que recientemente había fallecido. Nos hablaba en un catalán cerrado, y que a fuerza de pegar mucho el oído nos podíamos enterar. Se veía una buena señora. Nos duchamos (con agua caliente), nos pusimos otra vez casi guapos y fuimos al saloncito que tenía la casa. Una vez allí, la viejecita nos presentó a sus nietos, Henry y Joan de 25 y 30 años respectivamente. Tras un rato de charla, nos acompañaron hasta algunos bares de “marcha” que había por la zona. Una cerveza, una más, otra, otra más, ¿será la última? Estos catalanes les iban la marcha. Tras varias horas callejeando y bebiendo por las ambientadas arterias  de Sitges nos fuimos a dormir. Una vez en casa, la abuelita nos había dejado una nota encima de la mesa en la que decía “decidme a qué hora os queréis levantar mañana, y os pondré un delicioso desayuno”. A todo esto, nos costó entenderlo ya no solamente por la grafía, sino porque algunas palabras estaban en catalán. Lógicamente contestamos a tan cariñosa nota. “a las 10”, le pusimos.

Ya en la habitación, tocaba echar a suerte quien dormiría en la cama pequeña. Vaya, que suerte, me tocó a mí.  Por la mañana nos tenía preparado un exquisito desayuno: zumo de naranja, pastelitos, tostadas y café con leche. La abuelita se sentó con nosotros, y nos empezó a contar el por qué de su luto. Además de por su marido, su hijo había fallecido en un accidente de tráfico cuando viajaba por Sudamérica. De algún modo nosotros le habíamos recordado a su querido hijo, era un incansable viajero. Creo que el estar sentada con nosotros le recordaba  a él, incluso en algún momento se emocionó, sin poder evitar que alguna lágrima se le escapase. Tras un largo desahogo que duraría casi dos horas, ya nos despedimos de ella, dándole un fuerte abrazo a aquella desconsolada abuelita. No hubo forma de pagarle el desayuno, solo el dormir, nos insistía ella.

Durante todo el día visitaríamos Sitges y algunas de sus playas, ya por la tarde teníamos que buscar algún sitio donde dormir. Andando, andando por la costa llegaríamos a una cala, en las que había unas pequeñas oquedades. Pensamos, este será nuestro alojamiento. Nos metimos en una de ellas, y allí dejamos nuestras mochilas. Cerca de nosotros, había un muchacho de nombre Manuel, también melenudo y con pinta de dormir en la misma cala. Era de Tarrasa y estaba pasando algunos días por la costa catalana. Cuando el día se empezó a obscurecer, sacamos nuestros enseres de cocina y alguna cosa pudimos comer (los víveres cada vez más escasos). Llamamos a Manuel para que nos acompañara y ofrecerle algo de lo poco que teníamos. Según nos contó, se había peleado con su novia, justo antes de irse de vacaciones y estaba algo deprimido, con lo que preparó algunos bártulos y sin pensarlo dos veces se fue de casa. Iba a empezar en la Universidad los estudios de ingeniería, aunque no se veía demasiado animado, estaba obligado por sus padres. Yo al igual que él, tres meses después empezaría esos mismos estudios en la Universidad de Tarragona. Iría con beca, la misma que había tenido en los cinco años anteriores en Sevilla (eran las antiguas becas de las universidades laborales). Tras una larga charla de las historietas contadas por cada uno, la lumbre de la fogata cada vez más apagada y algunos minutos después abrimos nuestros sacos y nos echamos a dormir.

Al día siguiente partiríamos hacia Tarragona, y más concretamente a Pineda de Salou, a diez kilómetros escasos de la capital. La idea era acercarnos a la universidad en la que estudiaría los años siguientes.  Del mismo modo que hicimos en otras ocasiones, nos separaríamos y cada uno de nosotros se iría haciendo auto stop de forma individual. Sobre el mediodía nos dimos cita en aquella localidad, y cada uno contó cómo  había llegado. Ya en la playa anduvimos algo  más de los seis kilómetros que distaban hasta la universidad y que estaba en la misma costa. Rodeada ésta de un grandioso complejo petroquímico, y con unas larguísimas tuberías de desagüe que iban a parar al mar. Mirando al cielo, una inmensa nube de contaminación salía por unas tantas chimeneas en las que algunas escupían fuego y otras una gran cantidad de humo. Ya en la universidad entramos a verla. Paseando por muchos de sus rincones, aprovechamos para entrar en el bar y charlar un poco con el camarero. En el mes de octubre ya estaría allí.

Volvimos de nuevo hasta Pineda de Salou, en la que aprovechamos para bañarnos en el mar y ya quedarnos por la playa para dormir esa noche.

A la mañana siguiente pegaríamos un gran salto hacia el sur, nuestro próximo destino sería Peñíscola, ya en la provincia de Castellón. En esa ocasión probaríamos suerte con el tren. Así que nos dirigimos a la estación de Tarragona y allí cogimos un tren que nos acercaría lo máximo  posible a Peñiscola. No sacamos billetes, con lo que todo el tiempo íbamos pendiente del revisor. Si lo veíamos, nos movíamos por los vagones del tren. Incluso aprovechábamos algunas paradas para desplazarnos a los furgones delanteros o traseros según el caso. Ya por la tarde llegaríamos a Peñiscola.

Una vez allí, y después de disfrutar del encantador callejeo y las impresionantes vistas del castillo del Papa Luna nos fuimos hacia la playa buscando un buen sitio donde dormir. Junto a ésta, encontramos una pequeña arboleda donde antaño había ubicado un camping. Perfecto ese seria nuestro hotel. Una vez allí conocimos a Pablo, un hippie, niño de papa que quería ir andando a París. Hijo de un terrateniente de Orihuela, él era alto, muy alto, pelo largo, con algunas trenzas de color distinto al rubio de su pelo. Vestía especie de una túnica, y la mitad de las veces iba descalzo. Era un personaje peculiar, pero culto, muy culto. Era diplomado en económicas y licenciado en derecho, y ambas carreras las cursó al mismo tiempo. Al ser un niño de bien fue obligado por voluntad de la familia a terminar ambas carreras. Una vez finalizadas, se quería  librar de aquellas pesadas cadenas. Con muy poco dinero quería llegar hasta París, y para ello en cada localidad que parase vendería algunas pulseras, collares, anillos… todos diseñados de cobre. Así que después de una extensa charla quedaríamos al día siguiente para vender todas estas artesanías en los tenderetes de un mercadillo hippie. Ya bien entrada la noche nos echamos a dormir bajo aquellos frondosos árboles.

Por la mañana cogimos todos nuestros bártulos y no dirigimos hasta el centro de Peñíscola, allí desplegamos todos nuestros artilugios y pusimos el tenderete. Mientras que uno vendía, los otros cogían los alicates, un rollo de cobre y con mucho ingenio íbamos diseñando algunos collares. Increíble, habíamos vendido unos pocos abalorios, así que al mediodía, y una vez terminado nuestro trabajo nos fuimos a comer. Mientras comíamos, Pablo nos contó que salió de Orihuela hacía ya casi un mes, y que no tenía una fecha prefijada de cuándo llegaría a Paris, tampoco le preocupaba, lo importante para él, era pasar varios meses de aventura fuera de su casa y experimentar muchas sensaciones que hasta aquel momento no había vivido. Su familia era rígida y disciplinada.

Por la tarde nos fuimos a la playa, los cuatro formamos un pequeño corro al que se unieron algunos otros despistados que andaban por allí. Uno llevaba una guitarra, otro un instrumento musical de cuerda, ambos empezaron a tocar, dándole una entonación algo oriental. Nosotros para cambiar, lo único que podíamos hacer era poner el oído o sacar de nuestra mochila aquellas canciones de Mike Oldfield  que tantas veces habíamos oído.

Llegada la noche seguiríamos  todavía en el mismo lugar, allí tenderíamos nuestros sacos y nos echamos a dormir. Yo, tumbado boca arriba, no dejaba de contemplar tan espectacular cielo estrellado. De vez en cuando cerraba los ojos y me ponía a soñar sobre todos los lugares que había en este mundo, y que posiblemente nunca  podríamos descubrir. Abría los ojos, y a la misma vez pensaba en todas aquellas experiencias que estábamos viviendo en tan apasionante viaje.

Sin  un destino concreto, al día siguiente nos fuimos hacia la carretera y los tres nos pusimos a hacer auto stop. No llevábamos ni una hora cuando nos paró una pareja de franceses: Chantal y Herve. Él era un muchacho delgado, un poco bajito, pelo rubio muy largo y rizado. Ella, ¡que podría decir de ella!, era una francesa despampanante, también rubia, y más alta que él. Ambos lucían varios pendientes, ropa ancha y de colorines. Tendrían en torno a los veinticinco años. Conducían una pequeña furgoneta, como aquellas de los años sesenta con pintadas en su exterior. Algunos dibujos representaban las míticas frases de los ideales hippies de aquellos años: paz, amor y libertad.
Nos presentamos a tan majísima pareja, y tiramos hacia el sur.
-¿A dónde vais?-, nos preguntó Herve en un español más o menos entendible.
-Donde vosotros nos dejéis-, contestamos.
-Nosotros queremos ir hasta Almería, dijo Herve.

Pues todos juntos para Andalucía. Pasado Murcia nos cayó la noche, y junto al borde de una carreterilla local nos echamos a dormir. De madrugada se oía en la lejanía los aullidos de los lobos. Por la mañana proseguimos nuestra marcha hasta las playas de San José: Monsul y los Genoveses. Allí estuvimos unos cuatro días conviviendo en unas calas nudistas que había por la zona.
Con Chantal y Herve congeniamos tanto que una vez que salimos de Almería todos juntos nos fuimos hasta Sevilla.

A la altura de Loja hicimos una parada para pernoctar. Antes, daríamos un paseo por el pueblo. Chantal que siempre vestía con una fina camisa y totalmente transparente era la mirada inevitable de todas las personas del pueblo. Ya por la noche dormiríamos en un pequeño trigal que había por las afueras de Loja.
Una vez en Sevilla estuvieron pernoctando en mi casa durante algunos días…Hicimos una entrañable amistad, hasta el tal punto que en las navidades siguientes volvieron a Sevilla y todos juntos nos fuimos varios días por Sierra Nevada y Granada.

En la primavera de 1980 recibimos una carta de Herve. Una fatídica noticia nos transmitía tan tiernas palabras. Chantal había muerto en un trágico accidente de carretera. En ese momento me vinieron a la mente muchos buenos recuerdos vividos en aquellas playas de Almería. Esas noches estrelladas bajo la luna, aquellas risas permanentes correteando por la playa, la dulce voz de Chantal ofreciéndonos algo de té, y las penetrantes miradas de amor de aquella pareja de franceses. Ahora que estoy escribiendo estas líneas recuerdo sus caras, sus sonrisas, su generosidad, su armonía…Descanse en paz.



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