Mi primer viaje en auto stop
(1979)
(30 días de recorrido): bastante de la costa Brava, algo de la costa Dorada, algo de la costa del Azahar y también de la costa de Almería. Además de Barcelona, Tarragona y Figueras.
Y todo esto con muy, pero que muy poco dinero.
Zona de la Costa Brava
El siguiente texto corresponde a unos de los capítulos del libro "Y sucedió viajando"que escribí en febrero del año 2015 y que lo titulé
"Mi primer viaje en auto stop (1979)"
Recién llegados de
Londres, planeé un viaje de un mes de duración con mis amigos Gregorio y
Carlos. Yo por aquel entonces tenía solo diecinueve añitos, pero estaba claro
que mi afán por la aventura la tenía muy latente. Así que tras reunirme con
ellos, y darle vueltas a la ruta, al final nos quedamos en que recorreríamos la costa Brava de Girona, y
después tiraríamos hacia el sur recorriendo la costa Mediterránea hasta donde
nos diera de sí.
Echamos en nuestras
maltrechas carteras solo diez mil pesetas de aquella época (unos sesenta euros
de hoy). Estaba claro que era muy poco dinero, pero eso daba igual, nuestro
plan era: pernoctar en saco de dormir, viajar en auto stop, comer bocatas y
hacernos la comida con el camping gas que llevábamos, pedir dinero cuando no
tuviésemos, vender baratijas en mercadillos hippies. Todo eso eran los
ingredientes perfectos para prever que sería un viaje de grandes experiencias.
Dicho y hecho, era el mes
de Julio cuando partimos hacia Barcelona en aquellos autobuses piratas de la
época y que resultaban muy económicos. Nuestras mochilas iban cargadas con todo
lo necesario: poca ropa, muchos embutidos, un pequeño botiquín, y sobre todo
mucha ilusión y ganas de descubrir el mundo. Los tres vestíamos con ropa hippie
de la época, pelo largo y cinta en el pelo. Yo acarreaba una pequeña cámara de
fotos en uno de los bolsillos de mi
mochila roja. En el otro bolsillo me asomaba un mapa de carreteras que
siempre miraba, estudiaba y que nunca me
cansaba de ojear cuando estaba en casa. Y como no, en el interior de la mochila
un radio casete con varias cintas del Tubular Bells de Mike
Oldfield.
Las pocas fotos que tengo de aquel viaje, y que lógicamente carecen de calidad y las tengo en papel.
Ya en Barcelona, nuestro
plan inicial de ruta por la Costa brava sería: LLoret de Mar, Roses, Llança,
Port de la Selva, Cadaqués, Figueras y Port Bou (haciendo frontera con
Francia). Y después hacia el sur siguiendo por la costa, y sin destinos
prefijados, iríamos improvisando según necesidades. Y que al final resultaría
ser: Sitges (en Barcelona), Pineda de Salou (en Tarragona), Peñíscola (en
Castellón) y las playas de San José (en Almería). Fueron treinta días de viaje,
e incluso con algunas pesetas de vuelta. Fue un viaje rico en vivencias, y sin
lugar a dudas me creó una sólida base
para viajes posteriores.
Desde Barcelona
cogeríamos un autobús que nos llevaría hasta LLoret de Mar, y a partir de ahí
empezaría nuestro periplo por toda la costa. Serían las doce del mediodía
cuando llegamos a este enorme antro
turístico. Había muchos extranjeros, sobre todo alemanes, franceses y
holandeses. Nosotros, tres sevillanos desaliñados parecíamos no encajar en
aquel enjambre turístico. Nos dirigimos hacia la playa, y empezamos a andar
hasta encontrar una zona tranquila y sin mucha gente. Dimos con una pequeña
playa flanqueada por un par de pequeños riscos. Ese sería nuestro lugar para
pasar un par de días. Abrimos nuestras mochilas y sacamos todos los avíos
necesarios para preparar una exquisita comida: sopa de sobre, unos espaguetis,
unas salchichas y todo esto aderezado con un simple tomate frito de bote. En
medio de aquella calita, cogimos nuestro camping gas y a calentar la comida.
Algún guiri que pasaba junto a nosotros nos miraba con cara de asombro y creo
que en voz baja decía “vaya pinta que tienen esos tres hippies”. Una vez hecha
nuestra sagrada digestión, nos despelotamos y a zambullirnos en el agua durante
un buen rato. De vez en cuando salíamos para tostarnos al sol, y a los pocos
minutos de nuevo al mar. Con los últimos rayos de sol apagándose en el
horizonte, encendimos una pequeña fogata, abrimos nuestros sacos, y Carlos de
forma sorprendente nos dio para beber de una pequeña petaca un sabroso licor,
que dicho sea de paso, no sabíamos que era, pero que nos entró bien. Con un cielo estrellado, y con el sonido de
las olas del mar nos metimos en nuestros sacos y nos echamos a dormir.
Por la mañana, el
graznido de las gaviotas revoloteando sobre nuestras cabezas nos hizo
despertar. Algún que otro pescador se dirigía hacia nosotros y en un catalán
castellanizado nos daba los buenos días. Aunque con las pintas que llevábamos
más de uno hubiera salido corriendo.
Después de estirarnos y desperezarnos un rato salimos del saco y
encendimos el camping gas para servirnos nuestro bien merecido desayuno. Nos
aseamos en el mar, recogimos los bártulos y con las mochilas cargadas nos
fuimos a recorrer LLoret. La playa principal ya se estaba llenando de gente,
con lo que nosotros aprovechamos para callejear un poco y contemplar los muchos
garitos y discotecas que había por la zona. Estaba claro que nosotros no
seríamos clientes de aquellos embellecidos lugares, parecía ser el destino de
ligones de playa, y nosotros, francamente con esas pintas, poco o nada íbamos a
ligar.
El día fue pasando y
entre sentada y sentada de aquellos
colgados del sur, la noche de nuevo cayó, y como era de esperar,
nuestras camas nos estaban esperando en el mismo lugar que la noche
anterior.
Al día siguiente salimos
a la carretera y nos pusimos a hacer auto stop con dirección a Roses. Después
de casi una hora sin que nadie nos cogiese decidimos separarnos, ya que
pensábamos que haciéndolo de forma individual tendríamos más oportunidades.
Pero claro ¿Cómo quedábamos?, ¿dónde nos veíamos? Por aquel entonces eso de los
móviles no estaba ni en periodo de estudio. Se me ocurrió una idea, y pensaba
que sería factible.
-Como no conocemos nada
de nuestro siguiente destino, lo que si hay siempre es un cuartel de la Guardia
Civil, por lo que allí quedaremos- dije yo.
-¿Y a qué hora quedamos?-
contestaron al unísono Carlos y Gregorio.
-Ya está-, pensé yo.
Como no sabíamos a qué
hora llegaría cada uno y lo que tardaría en llegar.
-Quedaremos en las horas
impares, de ese modo tendremos un poco de libertad, y no tendremos que estar
como estatuas petrificadas en el cuartelillo-, les contesté.
Perfecto pues allá vamos.
Yo después de quince minutos de colocar el dedo me cogieron un matrimonio de Barcelona. Eran jóvenes, y
dos grandes viajeros. De hecho el había viajado bastante en auto stop, y por
eso me paró. Iban para Girona, con lo que me dejaron allí. Me recomendó un buen
sitio donde me podrían parar fácilmente. Hasta allí me llevo. Efectivamente, a
los diez minutos me pararon de nuevo, en esa ocasión tres jóvenes de Castellón
que iban a pasar varios días de vacaciones a Roses. Uno de ellos me comentó que
si me importaba que se liara un canuto, a lo que yo le dije que no. A los pocos
minutos el coche parecía ir mareado de tan intenso olor. Menos mal que ya
estábamos cerca de Roses, francamente, me preocupaba aquella fumada.
Me dirigí hacia el
cuartelillo, y después de un buen rato fueron apareciendo mis dos compañeros de
viaje. Ya los tres juntos nos dirigimos hacia la costa y empezamos a andar y
andar hasta que dimos con una pequeña cala. Dejamos todo nuestro equipaje y nos
metimos en el mar.
-¡Ay, ay!- exclamó con un
fuerte grito Carlos.
-¿Qué te pasa Carlos?-,
rápidamente le contestamos los dos.
-Me he clavado un erizo
de mar en la planta del pie.
Cuando nos dimos cuenta,
las rocas por las que habíamos entrado al agua estaban llenas de negros y
hermosos erizos de mar. Con mucho
cuidado cogimos a Carlos y lo sacamos hacia afuera. Saqué de mi mochila el
botiquín, y de dentro unas pinzas. La planta de su pie estaba con algunas púas
clavadas. Poco a poco y con algún grito de vez en cuando se las pude quitar.
Corría una pequeña brisa.
Encendimos una pequeña hoguera y empezamos a comer. Cada cual fue contando las
aventuras vividas en ese día de auto stop. La jornada fue larga así que nos
echamos a dormir. A eso de las dos de la madrugada, una linterna nos estaba
alumbrando, a la misma vez que una metralleta nos apuntaba de forma amenazante.
Era una pareja de guardias civiles, nos pidió la documentación, y nos preguntó
que hacíamos allí. Desde hacía varios días estaban robando por la zona, y
claro, nosotros tendríamos pinta de “chorizos”. Uno de ellos era de Jerez de la
Frontera, con lo que al poco tiempo ya estábamos hablando de Andalucía, y la
conversación se fue extendiendo de forma amigable entre los cinco
trasnochadores. Se despidieron de nosotros y a seguir durmiendo.
El día siguiente lo
pasaríamos entero en Roses, visitándolo y de playa en playa. Poco a poco nos
íbamos tostando de tanto sol. Por la noche a la misma cala a dormir, y al día
siguiente a la carretera con dirección a
Cadaqués. Pusimos el dedo y tuvimos suerte, nos paró una pequeña
furgoneta, que nos dejaría en el cruce de Port de la Selva. Desde allí solo
había diez kilómetros hasta Cadaqués, con lo que decidimos ir andando. Menos mal
que era cuesta abajo, porque las mochilas iban cargadas con bastante peso.
Ya en el pueblo del
pintor Salvador Dalí, recorrimos sus callejuelas y disfrutamos de unas cervezas
junto a un grupo de franceses, que al igual que nosotros estaban recorriendo la
Costa Brava. Eran de París, tres chicos y dos chicas. Chapurreaban un poco de
español, con lo que entre cerveza y cerveza no dejábamos de charlar. Iban para
Barcelona, pero querían hacer varias paradas por la costa. Al igual que
nosotros, iban durmiendo en saco y preferentemente en las playas, solo que
ellos llevaban coche. Avanzada ya la tarde nos fuimos todos a buscar un alojamiento gratis y con vistas
al mar. Andando por la playa llegamos a una zona de arboleda y que estaba junto
a la misma costa. Allí decidimos colocar nuestro campamento. Buscamos un poco
de leña e hicimos una fogata. Tumbados todos alrededor del fuego, uno de los
franceses sacó de su mochila una botella de whisky, otro unos canutos, y
nosotros la música de Mike oldfield. Una de las chicas, rubia con ojos azules,
y con no mucho más de veinte años sacó de su bolso una pequeña flauta, y la
otra de nombre Marí empezó a cantar con una dulce voz. Aquello
parecía una comuna de ocho hippies desmelenados.
Las horas pasaban, y ya
de madrugada más de uno iba cargado de tanto alcohol y no menos fumarada. De
repente, Marí empezó a desabrocharse una ligera camisa de color blanco, después
una pequeña falda de color azul, y poco a poco se quitó toda la ropa, a
continuación la amiga hizo lo mismo, y ambas se dirigieron al mar. Uno de los
franceses ya se había quedado dormido, pero los otros dos reprodujeron la escena de sus dos compañeras
y juntos se fueron al agua. Los alaridos en la lejanía se mezclaban con los
gemidos de placer, y así durante un buen rato. Nosotros ya casi dormidos
escuchamos un grito de socorro (en francés). Era Marí que se estaba ahogando (o
eso es lo que nosotros pensábamos). Gregorio se había quedado cuajado de tanto alcohol con lo que no se enteraba de
nada, así que Carlos y yo pegamos un salto y nos dirigimos al mar para
auxiliarla. Cuando llegamos a la orilla vimos a los cuatro allí tumbados, con
el agua acariciando sus rodillas, y en una mezcla de cuerpos, ellos se
besuqueaban y se acariciaban los unos con los otros, sin casi distinguir
quienes eran cada uno. Estaba claro que aquel grito que habíamos escuchado no
era de auxilio, sino todo lo contrario era un grito de placer.
Ya avanzada la madrugada
por fin nos pudimos dormir. Por la mañana, más de uno resacoso, poco a poco nos
fuimos levantando. Pusimos a calentar un poco de café, y con unas galletas
desayunamos. Las miradas de Marí y de su compañera estaban un poco perdidas,
nos intentaban esquivar, quizás no se sentían bien por lo sucedido en la noche
anterior. Fue demasiado alcohol lo que más de uno bebió, y además unido a otros
placeres, el resultado fue evidente.
Carlos, Gregorio y yo
escondimos nuestras mochilas entre unos matorrales, y todos juntos nos fuimos
hacia Cadaques. Los franceses ya partirían hacia otro destino, cogieron su
coche, y nos despedimos de ellos, sin antes decirles:
-Cuidado con el alcohol,
que trae malas consecuencias nocturnas
Ellos sonrieron, y con un
fuerte abrazo nos dijimos ¡hasta pronto!
En Cadaqués, paseando por
sus calles, le contamos a Gregorio todo lo sucedido en la noche anterior. Él
tampoco quedó excesivamente sorprendido por aquella historia, ya que él, siendo
el más hippie de todos nosotros nos contó una experiencia similar y que vivió
en primera persona un año atrás con unos alemanes en la costa italiana. Debo de
decir que Gregorio era el mayor de todos nosotros, tenía 24 años, y ya llevaba
rodado bastante por el mundo. Paseamos por el coqueto puerto e incluso tuvimos
suerte, ya que se acercó un señor del pueblo, dueño de una barquita y se
ofreció a darnos una vuelta bordeando la costa, por unas pocas pesetas. Era
extraño que nos lo hubiera ofrecido, ya que con las pintas que llevábamos, creo
que daríamos hasta miedo. Después lo entendimos. Su hijo, también desaliñado,
algo hippie y aventurero, estaba viajando por Europa y ya llevaba varias
semanas.
Ya por la tarde compramos
algo de comida y nos dirigimos hacia nuestro
campamento. Por el camino íbamos pensando: ¿seguirán las mochilas allí?
Suerte, estaban intactas. Encendimos nuestro camping gas, y en esa ocasión tocó
comer un arroz a la cubana con un par de huevos fritos. Era la hora de soñar,
estábamos cansados, así que abrimos nuestros sacos, y con la música de Mike
oldfield nos quedamos dormido.
Nuestro siguiente destino
era LLança, pero al ponernos en la carretera y después de algo más de media
hora haciendo auto stop, nos paró un coche que se dirigía al Port de la Selva.
De este modo aprovecharíamos para visitarlo, y darnos un chapuzón en su pequeña
playa. Por la tarde nos fuimos hacia LLança. Después de un rato de poner el
dedo y no parar nadie, decidimos andar los ocho kilómetros que los separaba.
Llegamos ya de noche, así que lo que hicimos fue ir directamente para una playa
y allí dormir. No había arena, solo unos chinarros y unas pequeñas piedras en
forma de bola. Aquello no resultaba nada de cómodo, pero era tarde y de noche,
no pudimos buscar otro sitio, así que como pudimos y entre vueltas y vueltas
nos echamos a dormir.
Por la mañana nuestros
cuerpos estaban reventados y parecían estar agujereados de tantos guijarros. La
cara con alguna telarañas, algún que otro picazón en el brazo, un pie hinchado
de una torcedura del día anterior. En fin, entre los tres sumábamos un buen
número de descosidos. Nos levantamos, nos miramos y sin pensarlo dos veces nos
quitamos la ropa y nos fuimos al mar. Tras un largo chapuzón, un buen desayuno
contemplando el romper de las olas del mar. Recogimos nuestras mochilas y nos
dirigimos al centro de LLança.
Paseando por el pequeño
paseo marítimo, una pareja de policías nos paró, pidiéndonos la documentación.
Empezaron a preguntar: ¿Qué hacéis por aquí? ¿Dónde estáis durmiendo? ¿De dónde
sois? Mientras uno seguía interrogando,
el otro policía se retiró algunos metros llevándose nuestros carnets de
identidad. Estaba dando nuestros datos a la jefatura central por si éramos
sospechosos de algo. Estaba todo en regla, nos entregó nuestra documentación.
Incluso aún así nos hizo abrir las mochilas y sacar todo su contenido.
Esparcida por el suelo la ropa sucia, enseres de comida, botiquín y otras
tantas cosas que llevábamos dentro. La gente que por allí pasaba nos miraba
como delincuentes, traficantes, ladrones o algo similar. No encontraron nada en
las mochilas, no podían encontrar nada raro. Éramos tres hippies del sur,
desaliñados, desmelenados pero legales y no teníamos nada que ocultar. Nos
hicieron recoger todo y sin problemas nos dejaron marchar.
Era ya la hora del
mediodía y el hambre asechaba nuestros
estómagos vacíos. Ese día íbamos
a hacer una excepción y comeríamos en un pequeño bar restaurante. Un menú
barato que calentaría nuestros cuerpos. Un sosegado café sentado en la terraza
de un bar tomando el sol, y aprovechando para escribir algunas de las odiseas
de tan aventurado viaje. Cerca de nosotros una pareja de un chico y una chica,
ambos de poco más de veinte años. Nos empezaron a hablar y a preguntarnos de
donde éramos. Cosa bastante evidente por nuestro acento. Al poco tiempo
estábamos inmersos en una conversación viajera. Ellos eran de Barcelona, y en
ese momento iban de viaje por Europa. Todos los veranos salían fuera a recorrer
países. Montse, que así se llamaba ella, nos contaba las historias vividas
en muchos rincones del viejo continente.
Yo estaba ensimismado escuchándola, y en voz baja yo me decía: ¿seré capaz de recorrer todos estos países algún día?
Después de casi tres
horas de charla nos despedimos de ellos y nosotros nos fuimos a la playa a
remojarnos un rato. Con el sol escondiéndose en el horizonte, empezaríamos a
buscar un buen sitio para pernoctar, algo más liso, más cómodo que el día
anterior. Ubicados en los arenales de una pequeña playa, allí los tres solos y
con la noche caída pusimos nuestros sacos, y nos echamos a dormir tras un rato
de charla y algo de comer.
A la mañana siguiente nos
pusimos por separado a hacer auto stop. Nuestro siguiente destino sería la
pequeña localidad de Por Bou, haciendo frontera con Francia. Yo tuve suerte,
rápidamente me cogió un camionero que iba al país vecino. Eran solo unos veinte
kilómetros los que había de distancia. Ya casi al mediodía nos reunimos de
nuevo los tres.
En esta pequeña localidad
fronteriza se respiraba un ambiente cosmopolita. Eran muchos los extranjeros
que se veían por las calles, sobre todo franceses, y bastantes de ellos, al
igual que nosotros con la mochila a cuestas. Sin darnos cuenta habíamos
contactado con una comuna de hippies: alemanes, holandeses, franceses, algún
inglés, e incluso una chica de Suecia. Seríamos unos quince en total. Algo más
de la mitad eran hombres y el resto mujeres. Poco a poco nos incorporamos al
grupo. Casi todos eran rubios, altos, con pelo largo y entrenzado, algunos con
pendientes, otros con coleta. Las chicas todas con ojos azules, algunas de
ellas guapísimas. Nosotros éramos los más bajitos, pelo castaño y los únicos
latinos. Como dato curioso, uno de los chavales llevaba junto a su mochila una
gran escoba, ancha y larga. Cada vez que nos movíamos y pegábamos una nueva
sentada, él se encargaba de barrer y limpiar nuestros aposentos. Ya por la
tarde nos fuimos todos a una cala cercana a la playa de Port Bou. Cuando
llegamos estaba plagado de otros tantos viajeros, que al igual que nosotros se
quedarían allí a dormir. Cada uno fue cogiendo un hueco en la arena, y poco a
poco la cala quedo inundada de huéspedes. Se fueron haciendo grupos, y cada uno
con una fogata encendida. Algunos tocaban la guitarra, otros la flauta, algunos
bailaban, otros cantaban. Esa cala se había convertido en una verdadera comuna
improvisada. El olor a yerba se olía a cada palmo y las botellas de alcohol no
paraban de pasar de un sitio a otro. Ya bien entrada la madrugada la gente fue
cayendo uno tras otro.
Por la mañana, recuerdo
que me levanté pronto. Cuando miré a mí alrededor, vi decenas de sacos de dormir
repartidos por toda la cala. A los diez minutos una pareja de la Guardia Civil
se acercó al lugar donde nos encontrábamos. Según avanzaban por la cala iban
despertando a todos los dormilones, estos al ver a la pareja uniformados se
incorporaban, pero cuando los guardias civiles seguían andado de nuevo se
volvían a acostar. Nos estaban echando de esa cala, ya que los bañistas poco a
poco irían llegando.
Tengo la imagen grabada
de aquella escena en la que los guardias civiles nos despertaron a todos y cuando
llegaron al final de la cala y se dieron la vuelta; ¡sorpresa!, todos los
hippies de nuevo estaban acostados.
Pasaríamos todo el día en
Port Bou, entre playas y centro, entre charlas y risas, algunos momentos en
grupo y otros solos. Incluso tuvimos la tentación de pasar al país vecino. Pero
con el poco dinero que llevábamos, no nos atrevimos.
Con dirección hacia el
sur, nuestro destino para el día siguiente sería Figueres. Queríamos visitar el
museo Dalí. En esa ocasión cogeríamos un autobús que nos llevaría directamente
hacia esa ciudad. Una vez en la pinacoteca pudimos disfrutar de las
maravillosas obras de arte de tan genial artista. Pasaríamos todo el día en la
ciudad. Y para dormir esa noche un lujo, nos fuimos a una pensión muy barata
ubicada en el mismo centro. Una pequeña habitación con tres camas, y un baño a
compartir en medio del pasillo. El lugar era bastante cutre, pero para nosotros
era todo un lujo. Por fin nos íbamos a duchar con agua ¿caliente? Cuando se
metió Carlos, que fue el primero, y pegó el grito:
-¡Joder!, no hay agua
caliente, avisad a recepción.
Baje rápidamente y hablé
con el muchacho. Le expliqué lo que pasaba, y él en un catalán cerrado me dijo
que si queríamos agua caliente tendríamos que pagarla aparte. Pensé yo, ni que estuviéramos
en Cataluña. Subí para arriba, me dirigí al baño y en un andaluz con acento
catalán le dije:
-Carlos, ¿Qué prefieres?
Agua caliente y dos días sin comer, o un baño frío y las mochilas cargada de
comida.
El me entendió
fácilmente, y en un andaluz irónico me contesto.
-¡Menuda mariscada nos
vamos a pegar mañana!
Ya con los cuerpos
entrecortados de tanto frío, nos pusimos ¿guapos? Y por la noche nos fuimos a
conocer Figueres la nuit. ¿Ligaríamos algo?, posiblemente un resfriado.
Para el día siguiente nos
íbamos a Sitges, a unos treinta kilómetros al sur de Barcelona. Sería un día
largo y muchos kilómetros por recorrer. Así que de nuevo nos separaríamos hasta
vernos en la puerta del cuartelillo de Sitges, como ya hicimos en otras
ocasiones. Cada uno se tendría que buscar la vida: ir en auto stop, coger el
autobús, el tren…
Yo cogí un autobús que me
llevo a la salida de Figueres con dirección Barcelona. Una vez allí me puse en
la carretera junto a una gasolinera, y a poner el dedo. Quince minutos, media
hora, una hora y media, ya estaba desesperado, no paraba nadie. Por fin, al
poco me paró un coche alemán. ¡Sorpresa!, Carlos iba dentro del vehículo. Eran
dos muchachos de Múnich y se dirigían a Valencia, con lo que nos dejarían
directamente en Sitges. Una vez allí nos dirigimos hacia el cuartelillo,
Gregorio no estaba. Como todavía quedaba bastante para la hora impar nos dimos
una vuelta por el pueblo. Regresamos de nuevo al cuartelillo y Gregorio seguía
sin estar allí. Ya habían pasado demasiadas horas, y algo raro podía haber
sucedido. De nuevo otra vuelta por Sitges y a la siguiente hora impar de nuevo
allí. Por fin estaba Gregorio.
-Que ha pasado, ¿Por qué
has tardado tanto?
-¡Uf!, vaya historia, me
colé en el tren hasta Barcelona, y el revisor me pilló, me dijo que tenía que
pagar el billete, yo le contesté que no tenía dinero, así que me hizo bajar en
la siguiente estación. Después tuve que andar un buen rato hasta dar con la
carretera que iba a Barcelona. Una vez allí me paró un coche pero solo me llevó
hasta Premia de Mar. Por fin se apareció el ángel de la guarda y paró un coche
que iba para Castellón… y aquí estoy.
Era por la tarde ya
avanzada y en Sitges se respiraba bastante ambiente de playa, así que teniendo
en cuenta el día tan duro que habíamos tenido, decidimos buscar algo muy barato
para dormir. Preguntando y preguntando por el pueblo, una señora nos dijo que
conocía a otra vecina que nos podía alojar. Nos dirigimos a su casa, esas casas
antiguas de vecinos. Tenía una habitación para compartir los tres: una cama de
matrimonio y otra pequeña. La señora era una anciana de ya bastantes años,
cobraba muy pocas pesetas por acoger en su casa, y más nosotros que solo
ocuparíamos una habitación. Vestía de negro, por el luto de su marido que recientemente
había fallecido. Nos hablaba en un catalán cerrado, y que a fuerza de pegar
mucho el oído nos podíamos enterar. Se veía una buena señora. Nos duchamos (con
agua caliente), nos pusimos otra vez casi guapos y fuimos al saloncito que
tenía la casa. Una vez allí, la viejecita nos presentó a sus nietos, Henry y
Joan de 25 y 30 años respectivamente. Tras un rato de charla, nos acompañaron
hasta algunos bares de “marcha” que había por la zona. Una cerveza, una más,
otra, otra más, ¿será la última? Estos catalanes les iban la marcha. Tras
varias horas callejeando y bebiendo por las ambientadas arterias de Sitges nos fuimos a dormir. Una vez en
casa, la abuelita nos había dejado una nota encima de la mesa en la que decía
“decidme a qué hora os queréis levantar mañana, y os pondré un delicioso
desayuno”. A todo esto, nos costó entenderlo ya no solamente por la grafía,
sino porque algunas palabras estaban en catalán. Lógicamente contestamos a tan
cariñosa nota. “a las 10”, le pusimos.
Ya en la habitación, tocaba
echar a suerte quien dormiría en la cama pequeña. Vaya, que suerte, me tocó a
mí. Por la mañana nos tenía preparado un
exquisito desayuno: zumo de naranja,
pastelitos, tostadas y café con leche. La abuelita se sentó con nosotros, y nos
empezó a contar el por qué de su luto. Además de por su marido, su hijo había
fallecido en un accidente de tráfico cuando viajaba por Sudamérica. De algún
modo nosotros le habíamos recordado a su querido hijo, era un incansable
viajero. Creo que el estar sentada con nosotros le recordaba a él, incluso en algún momento se emocionó,
sin poder evitar que alguna lágrima se le escapase. Tras un largo desahogo que
duraría casi dos horas, ya nos despedimos de ella, dándole un fuerte abrazo a
aquella desconsolada abuelita. No hubo forma de pagarle el desayuno, solo el
dormir, nos insistía ella.
Durante todo el día
visitaríamos Sitges y algunas de sus playas, ya por la tarde teníamos que
buscar algún sitio donde dormir. Andando, andando por la costa llegaríamos a
una cala, en las que había unas pequeñas oquedades. Pensamos, este será nuestro
alojamiento. Nos metimos en una de ellas, y allí dejamos nuestras mochilas.
Cerca de nosotros, había un muchacho de nombre Manuel, también melenudo y con
pinta de dormir en la misma cala. Era de Tarrasa y estaba pasando algunos días
por la costa catalana. Cuando el día se empezó a obscurecer, sacamos nuestros
enseres de cocina y alguna cosa pudimos comer (los víveres cada vez más
escasos). Llamamos a Manuel para que nos acompañara y ofrecerle algo de lo poco
que teníamos. Según nos contó, se había peleado con su novia, justo antes de
irse de vacaciones y estaba algo deprimido, con lo que preparó algunos bártulos
y sin pensarlo dos veces se fue de casa. Iba a empezar en la Universidad los estudios
de ingeniería, aunque no se veía demasiado animado, estaba obligado por sus
padres. Yo al igual que él, tres meses después empezaría esos mismos estudios
en la Universidad de Tarragona. Iría con beca, la misma que había tenido en los
cinco años anteriores en Sevilla (eran las antiguas becas de las universidades
laborales). Tras una larga charla de las historietas contadas por cada uno, la
lumbre de la fogata cada vez más apagada y algunos minutos después abrimos
nuestros sacos y nos echamos a dormir.
Al día siguiente
partiríamos hacia Tarragona, y más concretamente a Pineda de Salou, a diez
kilómetros escasos de la capital. La idea era acercarnos a la universidad en la
que estudiaría los años siguientes. Del
mismo modo que hicimos en otras ocasiones, nos separaríamos y cada uno de
nosotros se iría haciendo auto stop de forma individual. Sobre el mediodía nos
dimos cita en aquella localidad, y cada uno contó cómo había llegado. Ya en la playa anduvimos algo más de los seis kilómetros que distaban hasta
la universidad y que estaba en la misma costa. Rodeada ésta de un grandioso
complejo petroquímico, y con unas larguísimas tuberías de desagüe que iban a
parar al mar. Mirando al cielo, una inmensa nube de contaminación salía por
unas tantas chimeneas en las que algunas escupían fuego y otras una gran
cantidad de humo. Ya en la universidad entramos a verla. Paseando por muchos de
sus rincones, aprovechamos para entrar en el bar y charlar un poco con el
camarero. En el mes de octubre ya estaría allí.
Volvimos de nuevo hasta
Pineda de Salou, en la que aprovechamos para bañarnos en el mar y ya quedarnos
por la playa para dormir esa noche.
A la mañana siguiente
pegaríamos un gran salto hacia el sur, nuestro próximo destino sería Peñíscola,
ya en la provincia de Castellón. En esa ocasión probaríamos suerte con el tren.
Así que nos dirigimos a la estación de Tarragona y allí cogimos un tren que nos
acercaría lo máximo posible a Peñiscola.
No sacamos billetes, con lo que todo el tiempo íbamos pendiente del revisor. Si
lo veíamos, nos movíamos por los vagones del tren. Incluso aprovechábamos
algunas paradas para desplazarnos a los furgones delanteros o traseros según el
caso. Ya por la tarde llegaríamos a Peñiscola.
Una vez allí, y después
de disfrutar del encantador callejeo y las impresionantes vistas del castillo
del Papa Luna nos fuimos hacia la playa buscando un buen sitio donde dormir.
Junto a ésta, encontramos una pequeña arboleda donde antaño había ubicado un
camping. Perfecto ese seria nuestro hotel. Una vez allí conocimos a Pablo, un
hippie, niño de papa que quería ir andando a París. Hijo de un terrateniente de
Orihuela, él era alto, muy alto, pelo largo, con algunas trenzas de color
distinto al rubio de su pelo. Vestía especie de una túnica, y la mitad de las
veces iba descalzo. Era un personaje peculiar, pero culto, muy culto. Era
diplomado en económicas y licenciado en derecho, y ambas carreras las cursó al
mismo tiempo. Al ser un niño de bien fue obligado por voluntad de la familia a
terminar ambas carreras. Una vez finalizadas, se quería librar de aquellas pesadas cadenas. Con muy
poco dinero quería llegar hasta París, y para ello en cada localidad que parase
vendería algunas pulseras, collares, anillos… todos diseñados de cobre. Así que
después de una extensa charla quedaríamos al día siguiente para vender todas
estas artesanías en los tenderetes de un mercadillo hippie. Ya bien entrada la
noche nos echamos a dormir bajo aquellos frondosos árboles.
Por la mañana cogimos
todos nuestros bártulos y no dirigimos hasta el centro de Peñíscola, allí
desplegamos todos nuestros artilugios y pusimos el tenderete. Mientras que uno
vendía, los otros cogían los alicates, un rollo de cobre y con mucho ingenio
íbamos diseñando algunos collares. Increíble, habíamos vendido unos pocos
abalorios, así que al mediodía, y una vez terminado nuestro trabajo nos fuimos
a comer. Mientras comíamos, Pablo nos contó que salió de Orihuela hacía ya casi
un mes, y que no tenía una fecha prefijada de cuándo llegaría a Paris, tampoco
le preocupaba, lo importante para él, era pasar varios meses de aventura fuera
de su casa y experimentar muchas sensaciones que hasta aquel momento no había
vivido. Su familia era rígida y disciplinada.
Por la tarde nos fuimos a
la playa, los cuatro formamos un pequeño corro al que se unieron algunos otros
despistados que andaban por allí. Uno llevaba una guitarra, otro un instrumento
musical de cuerda, ambos empezaron a tocar, dándole una entonación algo
oriental. Nosotros para cambiar, lo único que podíamos hacer era poner el oído
o sacar de nuestra mochila aquellas canciones de Mike Oldfield que tantas veces habíamos oído.
Llegada la noche
seguiríamos todavía en el mismo lugar,
allí tenderíamos nuestros sacos y nos echamos a dormir. Yo, tumbado boca
arriba, no dejaba de contemplar tan espectacular cielo estrellado. De vez en
cuando cerraba los ojos y me ponía a soñar sobre todos los lugares que había en
este mundo, y que posiblemente nunca
podríamos descubrir. Abría los ojos, y a la misma vez pensaba en todas
aquellas experiencias que estábamos viviendo en tan apasionante viaje.
Sin un destino concreto, al día siguiente nos
fuimos hacia la carretera y los tres nos pusimos a hacer auto stop. No
llevábamos ni una hora cuando nos paró una pareja de franceses: Chantal y
Herve. Él era un muchacho delgado, un poco bajito, pelo rubio muy largo y
rizado. Ella, ¡que podría decir de ella!, era una francesa despampanante,
también rubia, y más alta que él. Ambos lucían varios pendientes, ropa ancha y
de colorines. Tendrían en torno a los veinticinco años. Conducían una pequeña
furgoneta, como aquellas de los años sesenta con pintadas en su exterior.
Algunos dibujos representaban las míticas frases de los ideales hippies de
aquellos años: paz, amor y libertad.
Nos presentamos a tan
majísima pareja, y tiramos hacia el sur.
-¿A dónde vais?-, nos
preguntó Herve en un español más o menos entendible.
-Donde vosotros nos
dejéis-, contestamos.
-Nosotros queremos ir
hasta Almería, dijo Herve.
Pues todos juntos para
Andalucía. Pasado Murcia nos cayó la noche, y junto al borde de una
carreterilla local nos echamos a dormir. De madrugada se oía en la lejanía los
aullidos de los lobos. Por la mañana proseguimos nuestra marcha hasta las
playas de San José: Monsul y los Genoveses. Allí estuvimos unos cuatro días
conviviendo en unas calas nudistas que había por la zona.
Con Chantal y Herve
congeniamos tanto que una vez que salimos de Almería todos juntos nos fuimos
hasta Sevilla.
A la altura de Loja
hicimos una parada para pernoctar. Antes, daríamos un paseo por el pueblo.
Chantal que siempre vestía con una fina camisa y totalmente transparente era la
mirada inevitable de todas las personas del pueblo. Ya por la noche dormiríamos
en un pequeño trigal que había por las afueras de Loja.
Una vez en Sevilla
estuvieron pernoctando en mi casa durante algunos días…Hicimos una entrañable
amistad, hasta el tal punto que en las navidades siguientes volvieron a Sevilla
y todos juntos nos fuimos varios días por Sierra Nevada y Granada.
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